¿Qué hacer para mejorar las relaciones entre Perú y Chile
 después del fallo de la Haya?
En primer lugar, acatarlo. Ninguna nación enajena su dignidad o empeña sus valores si obedece una sentencia judicial formulada por gente experta e imparcial, en la que no se juegan intereses vitales de ninguna de las partes.
La relación entre nuestras dos naciones es profundamente ambivalente. De un lado, mucho nos une. No solo la polinización cruzada de mercados e inversiones, de comparativos crecimientos exitosos –todo ello relativamente reciente–, sino una historia más antigua y mucho más intensa de exilios mutuos y cálidos refugios, de ideales compartidos, de intenso intercambio intelectual y de amistades perdurables.
Del otro, especialmente de este lado de la frontera, la herida secular de una guerra que fue, para nosotros los peruanos, mutilante y desastrosa no termina –después de casi un siglo y medio– de cerrar del todo. Caminar por Talcahuano, por ejemplo, y ver a nuestro monitor Huáscar flotando como trofeo de guerra, es algo que comprime una amarga tristeza en todo peruano, por más que ese mismo día pueda haberse emocionado recorriendo la casa de Neruda.
Es extraño que siga doliendo la herida vieja de una guerra del siglo XIX, pero es así. En Europa o en Estados Unidos, guerras crudelísimas son ahora nada más que historia. Los conflictos tercos en el mundo son los que involucran etnia, dogma, religión. Ese, por supuesto, no es el caso de nuestros países, donde creo que el trauma de la guerra hizo pervivir los valores, los mitos, el lenguaje y la gramática emocional de los nacionalismos decimonónicos. Hay mucho de bello y noble en eso, pero también mucho de potencialmente desastroso y letal. Decenas de millones de muertos en Europa llevaron a un importante cambio de paradigmas y conceptos. La unificación y el desarrollo borraron los peores recuerdos y traumas de la guerra de Secesión en Estados Unidos. En el caso de Perú y Chile no ha habido argumentos parecidamente persuasivos.
¿Los necesitamos? Ojalá que no. Anwar Sadat necesitó de la guerra del Iom Kipur para animarse a dar el paso gigante de plantear la paz a Israel con la espalda erguida. Pero nuestro caso es totalmente diferente: no disputamos por religión, por etnia ni por ideologías, de manera que no necesitamos hacer sacrificios humanos para propiciar una paz real y duradera.
El fallo de La Haya puede ser el punto de quiebre en nuestra historia común, en el que ambas naciones asuman firmemente la decisión de respetar la sentencia, sea cual fuere ésta, como parte de la voluntad de llevar nuestra relación a una era post-clausewitziana.
Terminada La Haya, debemos declarar que no hay disputas pendientes entre nosotros y proclamar que si surgieran se arreglarán siempre en forma pacífica. Si se dice, piensa y actúa de esa manera, lo cual requiere no poco valor en ambos lados, la dinámica de la integración hará lo suyo y en algunos años será tan impensable –que no lo es hoy– para cualquier chileno o peruano mínimamente racional, hacer hipótesis de guerra, como lo es ahora para franceses y alemanes.
Hay que atreverse, con motivo del fallo de La Haya, a declarar la paz incondicional entre nuestras naciones y la decisión jurada y solemne de no recurrir jamás a la fuerza para solucionar nuestros conflictos, si se presentan. Reconozco que el problema es que se necesita valentía moral para sostener la lógica aplastante de esa posición. Tradicionalmente, ante ese tipo de decisiones, la izquierda piensa pero no se atreve; y la derecha no piensa pero se atreve. El fallo de La Haya es una buena razón para pensar bien y atreverse mejor♦