lunes, 8 de abril de 2013

RECORRIENDO Y CONOCIENDO EL PERÚ

EN TIERRA DE NADIE

Tomado de Etiqueta Negra.- Hay ciudades que son acogedoras como Lisboa, cosmopolitas como Bruselas, guapas como Madrid, intensas como Nueva York, sensuales como Fortaleza. Y espeluznantes, como Juliaca. Su cacofónico nombre ya es una suerte de adelanto de las sorpresas con sabor a emboscada que puede ofrecer al viajero que ose visitarla.
Llegué ahí, a Juliaca, con mi mujer, mis cuatro hijos y María, la nana de la más pequeñuela del cuarteto. Fue durante las vacaciones de fiestas patrias, que decidimos salir de Lima a recorrer por tierra la sierra sur peruana, en nuestra camioneta atiborrada de maletas y pertrechada de un pequeño pero efectivo devedé, de esos que hacen más llevaderos los viajes largos a los más pequeños. Y, por ende, a los más grandes. Está comprobado que los niños lloran menos y se fastidian menos en autos con devedé, y los padres se estresan menos al manejar. No tengo el dato estadístico a la mano, pero créanme, es así.
Pero a lo que iba. Juliaca es una ciudad andina, del departamento de Puno, ubicada en la sierra sur del país. Se encuentra a poco más de tres mil ochocientos metros sobre el nivel del mar. Tiene una población que supera los doscientos mil habitantes. Y por su localización geográfica, Juliaca es el paso obligado para los viajeros que se mueven hacia Puno, Cuzco, Arequipa, Lima y Bolivia.
Nosotros íbamos, luego de haber pasado por Cuzco, con dirección a Puno. Ya teníamos poco más de mil kilómetros de carretera encima. Atrás, entre maravillados y boquiabiertos, acabábamos de dejar Raqchi, un pintoresco pueblo que trata amigablemente a los turistas, en el que se yergue un imponente templo de Wiracocha. Veníamos de dejar Ayaviri, un emporio ganadero, poblado por vacas mantecosas y rollizas. Y atrás quedó también Lampa, uno de los pueblos más preciosos, acogedores y limpios del recorrido. Un pueblo de postal, digamos. De casas rosadas, de color acre. De plazas impecables, en las que se luce una iglesia colonial, construida con piedras refulgentes y cubierta de un techo de tejas verdes y amarillas. De toques mágicos y nostálgicos, difíciles de olvidar. De revelaciones inesperadas y sorprendentes. Como aquella de La Piedad.
Cuentan los vecinos de la localidad que, a inicios de los sesentas, el ingeniero Enrique Torres Belón, tenedor de una envidiable fortuna y de un amor desmedido por Lampa, en uno de sus innumerables viajes a Roma, donde había establecido estrechas amistades con autoridades vaticanas, le pidió al mismísimo Juan XXIII, el papa Roncalli, el papa del aggiornamento, el papa bueno, el papa del concilio Vaticano II y la encíclica Pacem in terris, le pidió, decía, una copia del molde de La Piedad de Miguel Ángel. Y éste, sin miramientos, accedió, y mandaron a hacer la estatua a Roma. La hicieron de yeso. Y luego la trasladaron a Lampa con el propósito de colocarla sobre la cúspide de un aparatoso mausoleo construido al interior de la iglesia colonial (restaurada, no está demás decirlo, con los bolsillos de Torres Belón). Sin embargo, al percatarse de que el domo no era muy resistente, Torres Belón encargó clonar a la réplica de Miguel Ángel, e hicieron otra copia. Pero de aluminio, que es la que se luce hoy encima del mausoleo donde yacen los restos de Torres Belón, la esposa de Torres Belón, y la mamá de Torres Belón, flanqueados por miles de esqueletos, miles, y cientos de calaveras, cientos, y de huesos húmeros que forman cruces como en las banderas de piratas. Afirman los vecinos que estos huesos fueron de los conquistadores españoles que murieron en dicho territorio, como consecuencia de las batallas contra los indígenas.
La otra copia exacta de La Piedad, la primera que se hizo, la de yeso, reposa y se luce en una habitación del municipio de Lampa, a pocos metros de la iglesia. Lo más curioso de esta historia es que, a principios de los setentas, después del atentado que sufriera la original de mármol, que está en la basílica de San Pedro, en Roma, cuando un orate aporreó el rostro de la Virgen con un martillo y le mutiló un dedo a Jesús, ésta pudo ser restaurada gracias a los moldes lampeños.
Ahora, volviendo al cuento. Venía de recorrer todos estos parajes soberbios, decía, con la idea de dirigirnos a Puno, para conocer el lago, y el paso ineludible para llegar al Titicaca no era otro que, pueden adivinar, Juliaca. La urbe de los vientos. La ciudad calcetera. La capital de la integración andina.
Aquí tengo que hacer una primera confesión. Uno no se encuentra con Juliaca. Uno se empotra con ella. Y lo peor es que no hay manera de eludirla. Juliaca no tiene vías de evitamiento, como tienen otros pueblos del Perú, que te permiten sortear las calles y el tráfico. De súbito, me sentí engullido, junto a toda mi familia, por sus fauces. Su bullicio se me hizo insoportable. Sus olores penetrantes ingresaron al auto por resquicios imperceptibles y sin pedir permiso. Y el ornato, dios, el ornato. Era como el arameo que hablaba Cristo. Algo que no entiende nadie. Es un ornato que empieza a contemplarse como un jeroglífico y acaba en ataque asmático.
Mi esposa, que se había echado una cabezada durante ese tramo, despertó de su letargo cuando entramos a la ciudad. No sé si despertó debido a mis imprecaciones, o al alboroto estrepitoso que venía de la calle, o a los efluvios que se desplazaban como miasmas por el aire. Macarena, mi hija de diez años, que venía anotando con pulcra caligrafía en su libreta de notas algunas impresiones personales del viaje, también tomó apuntes del ingreso a Juliaca. Lo hacía en voz alta y marcando las sílabas: “No-hay-ciu-dad-más-fe-a-que-Ju-lia-ca”. Le conté que mis amigos de Arequipa ya me habían advertido sobre el espanto que produce Juliaca. “To-do-lo-que-te-di-gan-so-bre-Ju-lia-ca-se-que-da-cor-to”, añadió.
Mientras iba escuchando a mi hija poniendo en negro sobre blanco sus pensamientos, una turba de carretilleros rodaba sobre el asfalto, sin desmayo, como conspiradores del desconcierto, ignorando las luces rojas de los semáforos, como si no existieran o no comprendieran su significado. Lo hacían una y otra vez. Una y otra vez. Una y otra vez. Y en este plan. Parecía una pesadilla sin fin. Un cólico interminable. La señalética vial, además, guiaba hacia ninguna parte. El letrero de “salida”, que uno busca compulsivamente, no asomaba por ningún lado. Ninguno.
La policía, encima, no ofrecía auxilio alguno, como si se hubiese mimetizado con el embrollo y la anarquía. Más todavía. Un policía pícaro me detuvo. Esgrimió que me había pasado una luz roja, y me pidió todos y cada uno de los documentos del auto (tarjeta de propiedad, permiso para lunas polarizadas, licencia para conducir, seguro vehicular, documento de identidad, todo). Me dijo, con una sonrisa de medio lado, que me iba a perdonar por esta vez, y pretendió, sin un ápice de rubor, que le dé dinero para una gaseosa. Lo peor. No me indicó cómo irme de Juliaca. “Ya, circule nomás”, dijo. Y me fui.
En fin. Juliaca, ese pueblo de terror que parecía haber sido creado por Stephen King después de una mala siesta, seguía ahí, y yo dentro de él, sintiéndome como uno de esos personajes desconcertados de La dimensión desconocida.
Seguí metiéndome entre callejuelas atiborradas de carretilleros, bicicletas, mototaxis, comerciantes que invadían las pistas con sus mercaderías. Pero nada. La salida seguía revelándose como un misterio arcano. Preguntaba a la gente sobre cómo escapar de la ciudad, y me respondían señalando con el dedo hacia cualquier sitio y hacia ningún lugar. Y así.
Desesperado, me detuve en una parada de autobús. Le pregunté a un señor que parecía el hermano gordo de Yma Sumac a dónde iba. Se inquietó por la pregunta. Me dijo que a su trabajo. ¿En dónde trabaja?, pregunté. En la fábrica, respondió. ¿Y dónde está la fábrica?, repliqué. Allá arriba, dijo, levantando el mentón que apenas se distinguía en medio de su fabulosa papada. Y a mí “arriba” no me decía nada. Vamos, lo llevo, dije. Y él me miró con desconfianza. Joaquín, mi hijo mayor, quien también llevaba a cuestas la fatiga del tránsito por Juliaca, abrió la puerta violentamente y le pidió que entrara al auto, haciéndole un sitio. El robusto hermano de Yma Sumac nos miró a todos nuevamente, sin dejar de lado su recelo. Me preguntó si le iba a cobrar. Le dije que no, que solamente tenía que indicarnos cuál era la salida de Juliaca. Y él, no hay problema, la fábrica está en el camino a la salida, dijo. Joaquín gritó “¡yes!”. Mi esposa exclamó “¡por fin!”. María exhaló un suspiro de desahogo. Antonio y Lucía, para su suerte, dormían. Y Macarena escribió: “Nun-ca-sen-tí-más-a-li-vio-que-cuan-do-sa-lí-de-Ju-lia-ca”.
Lo cierto es que no habíamos salido todavía. Aunque, es verdad, recién en ese momento nos sentimos, por un brevísimo instante, como robinsones encaminados hacia el final de nuestro naufragio, hacia un destino superior. O algo así. El atocinado señor del paradero, haciendo un gesto extraño con las cejas me tocó suavemente el hombro. Acá me bajo, y allá está la salida, dijo.
En ese periquete, de cara a la salida de Juliaca, que es donde pasaron todas estas cosas, vimos de súbito, como quien contempla una epifanía, un gigantesco monumento, que se levantaba como símbolo del chongo urbanístico. Se trataba de una enorme estatua en honor a la carretilla, que algún alcalde de esos que no sabe en qué gastar la plata de los impuestos, dejó ahí, como un mal recuerdo. “Ju-lia-ca-es-co-mo-el-in-fier-no”, apuntó Macarena en los segundos interminables de nuestro tránsito endemoniado hacia la salida, donde un cartel de color verde indicaba los pocos kilómetros que faltaban para llegar a Puno. Esa fue la parte más feliz del periplo por Juliaca. La salida. Fue el instante también en que todos en la camioneta hicimos como la mujer de Lot. Miramos para atrás. Pero no para convertirnos en sal, sino para paladear el histórico momento en que fuimos dejando detrás esta infernal y laberíntica ciudad que hay que atravesar a machetazos, en plan Indiana Jones. Mirar a Juliaca por el espejo retrovisor, cada vez más lejos y más lejos y más lejos fue, cómo decirlo, casi una experiencia zen. Y el lapso en que desapareció del retrovisor fue, qué quieren que les diga, como servirme un lingotazo de whisky. Un placer. Un placer infinito.
No obstante, de vuelta a Lima, por osar describir mi paso por ese lugar, en apenas un párrafo, en una columna periodística de un diario limeño, terminé amenazado por toda su población, que organizó una “gran marcha por la dignidad”, una suerte de aquelarre andino, exigiendo una rectificación titulada: “Perdón, Juliaca”. Y a página entera, no faltaba más.
El sindicato de canillas de Juliaca paralizó sus actividades durante veinticuatro horas en gesto de protesta, por haberse ofendido a la “Perla del Altiplano”, lo que no dejó de parecerme una ironía. Porque eso de “Perla del Altiplano”, vamos, no embromen, sonó como que a Frankenstein le llamen el “George Clooney de Transilvania”. O que al jorobado Cuasimodo le apodasen el “Brad Pitt de Notre Dame”. No pues. Las cosas como son. Juliaca es horrible, y punto.
Como sea. La cosa siguió escalando. La cámara de comercio juliaqueña emitió sendos comunicados recusando mis opiniones. Lo mismo hizo la universidad Néstor Cáceres Velásquez. Los programas políticos radiales y televisivos, en nombre de los apus y la tierra de los machuaychas y chiñipilcos, lanzaron incendios contra mí. Los blogueros puneños, que los hay, me trataron como a un monstruo y me asaetearon con epítetos fulminantes. En sesión solemne, la municipalidad de Juliaca me declaró persona no grata. El alcalde, por si no fuera poco, anunció en conferencia de prensa que me iba a demandar por cincuenta millones de dólares, “por haber agraviado a todo un pueblo”. Los congresistas puneños presentaron en el Parlamento una moción de protesta por mis impresiones, solicitando seguidamente mis públicas disculpas. Cientos de pobladores salieron embanderados a las calles y quemaron muñecos con mi nombre. Un niño rabioso y envenenado, con una mirada de esas que cortan, recitó un poema coprolálico, en medio de la plaza de armas, retándome a enfrentar a la turbamulta de la “ciudad calcetera”. Y así (*).
Así, durante un mes que se me hizo eterno, en el que me sentí como un personaje de Lost, y en el que no dejé de recibir correos irreproducibles, preñados de insultos, mentadas de madre y deseos de verme muerto, torturado o linchado. Para martirizarme más, escuchaba por internet diariamente unos programas periodísticos emitidos por Radio Juliaca, que eran como puñetazos.
Finalmente, porque por suerte todo tiene un final, y sin que nadie lo haya solicitado, un inopinado fenómeno celestial (y esto debe leerse literalmente) zanjó este zafarrancho de combate. Un enorme meteorito, de esos inmensos y restallantes, que atravesó la atmósfera a unos veinticuatro mil kilómetros por hora, cayó a pocos kilómetros de Juliaca, ahicito nomás, en el pueblo de Carancas, haciendo un forado espectacular y retumbante sobre la superficie puneña, de seis metros de profundidad y unos treinta metros de diámetro, más o menos. Sí, como se los cuento. Un verdadero milagro. Un verdadero milagro para mí, debo precisar.
Desde entonces los juliaqueños se olvidaron de mí. Y desde entonces, y por un corto plazo, volví a creer en dios. Sí, así fue, se los juro. Y a este dios, el dios del meteorito, le ofrecí con una mano en el pecho y la otra pellizcando un recorte de periódico en el que se apreciaba la fotografía del asteroide, le ofrecí, decía, que nunca, nunca más en esta vida, por siempre jamás, iba a volver a Juliaca. Eso sí, y que conste en actas, a ese mismo dios le recriminé en su cara pelada por haber errado el tiro.





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