Por Jaime Bayly
Este año ha sido una montaña rusa para mí. Probablemente ha sido el más impredecible de mi vida. Espero que el próximo sea más tranquilo.
Comencé el año en Bogotá. Vivía en el hotel Portón, en la calle 84.
Hacía un programa de televisión en NTN. Eran los meses de la campaña presidencial colombiana. Cuando empecé a mostrar simpatías por el candidato Antanas Mockus, vino al hotel el jefe de la policía secreta colombiana, Felipe Muñoz, y me dijo que, siguiendo instrucciones del entonces presidente Uribe, debía comunicarme algo de extrema gravedad: que sus espías en Caracas habían descubierto que Hugo Chávez había ordenado a sus sicarios que me matasen y que debía irme cuanto antes de Colombia.
Hacía un programa de televisión en NTN. Eran los meses de la campaña presidencial colombiana. Cuando empecé a mostrar simpatías por el candidato Antanas Mockus, vino al hotel el jefe de la policía secreta colombiana, Felipe Muñoz, y me dijo que, siguiendo instrucciones del entonces presidente Uribe, debía comunicarme algo de extrema gravedad: que sus espías en Caracas habían descubierto que Hugo Chávez había ordenado a sus sicarios que me matasen y que debía irme cuanto antes de Colombia.
Ahora creo que el policía colombiano, íntimo de Juan Manuel Santos, me mintió, quiso asustarme y pensó que saldría huyendo. Le dije: No se preocupe, Felipe, tengo una enfermedad terminal, moriré en seis meses, de modo que si Chávez me mata antes, me hará un gran favor. Y me quedé en Bogotá. Y Santos ganó la presidencia porque Mockus cometió la torpeza de decir que admiraba a Chávez.
Una vez que los colombianos eligieron a Santos, decidí mudarme a Lima. En ese momento, estaba seguro de que sería candidato presidencial en las elecciones peruanas. Un partido menor, Cambio Radical, me apoyaba. Pero a poco de instalarme en Lima, dicho partido respaldó, sin consultarme, la candidatura a la alcaldía de Lima de un simpático asaltante de caminos llamado Álex Kouri, deslealtad que me obligó a romper mi alianza con los politicastros y bribonzuelos de Cambio Radical.
Fue entonces cuando quien era mi amigo, el abogado Enrique Ghersi, me animó con entusiasmo a fundar un partido político, que él quería llamar “No Nos Ganan”, y me aseguró que podía recoger medio millón de firmas antes de fin de año. Con parejo entusiasmo, me pidió 300 mil dólares para ponerse en campaña a recolectar las firmas. Delicadamente, me excusé y no le di el dinero.
Ya mi relación con Enrique se hallaba deteriorada debido a que su elefantiásica mujer se empeñaba en fumar cigarrillos y echarme el humo en la cara, una grosería que ella hacía a sabiendas del fastidio que me provocaba. Ello originó mi determinación de no ver más a la adiposa señora y en cierto modo propició mi distanciamiento de su esposo, que por otra parte, siendo lo erudito y encantador que es, cometió una vergonzosa ruindad al defender, durante la dictadura de Fujimori, pagado por los empresarios Crousillat, a un reportero de televisión, a sabiendas de que dicha alimaña era culpable de drogar y abusar sexualmente de menores de edad. Decidí entonces que no era conveniente para mi salud ser amigo de una fumadora grosera y un defensor de pedófilos.
Sin embargo (y ahora me río recordando estos frecuentes brotes de idiotez en mí), no renuncié a mi ambición de ser candidato presidencial. En efecto, me reuní con la plana mayor de Acción Popular (una reunión en la que el más joven debía de contar 75 años y en la que yo rezaba para que nadie se nos muriera allí) y acordamos que sería el candidato de Acción Popular.
Luego de la reunión, y como alguien me había susurrado que un tal Lescano quería ser candidato del partido, hice llamar al amigo Lescano, lo cité en un café y, sin perder tiempo, le pregunté si él sería candidato de Acción Popular, puesto que en ese caso yo no competiría con él en las primarias. Lescano me dijo que lo estaba pensando o evaluando o meditando o sopesando, es decir, me dijo entrelíneas que sí quería ser candidato y que me llamaría. Por supuesto, no me llamó. Por consiguiente, decidí no inscribirme en Acción Popular.
Fue entonces cuando cité en el mismo café a un joven emprendedor, Gonzalo Aguirre, quien, junto con Drago Kisic (que tuvo suerte de no llamarse Droga Kisic), tenían o tienen un partido o secta o cofradía o club de amigos inscrito para participar en las elecciones. Le dije a Aguirre que quería ser candidato de ese partido llamado “Todos por el Perú”. Aguirre se entusiasmó. Organizó una reunión con la plana mayor de su partido, unos veinte ganapanes más o menos vencidos por el soponcio que me sometieron a un interrogatorio pintoresco que duró cuatro horas.
Días después, Aguirre me dijo que su partido me había aceptado como candidato presidencial. Magnífico, le dije. Luego llegó un lunes y Aguirre quiso verme con una incomprensible e impostergable urgencia. Yo me encontraba enfermo y no podía verlo y le hice saber que no podía atenderlo. Por misteriosas razones, Aguirre me dijo que entonces ya no sería candidato presidencial de su secta o cofradía “Todos por el Perú” (siendo “todos” unos dieciocho o veinte ciudadanos apelmazados).
No me quedó entonces más remedio que llamar a Lucho Bedoya el viejo, y cuando digo “el viejo’ lo digo con respeto y admiración, porque Lucho Bedoya se aproxima a cumplir un siglo de vida y sigue creyendo que Lourdes Flores va a ser presidenta del Perú, cuando sería más realista postularla al Club de Corazones Remendados. Algo desconcertado por mi llamada, me citó en su estudio jurídico (una casa en Miraflores que parecía un salón de velatorios o una funeraria). Asistí puntualmente.
El doctor Bedoya fue amable y cordial. Hablamos dos horas. Por momentos se perdía, divagaba, contaba zarandajas de su infancia o su juventud que no remataba, pero cada siete minutos exactos entraba una señorita y le daba una taza de café negro y lo revivía con esa dosis de cafeína pura que lo mantenía lúcido y erecto. Le dije a Bedoya que quería ser candidato del PPC, el Alan de la derecha peruana. Bedoya me dijo: Yo ya estoy retirado, hijo, ahora la que manda es Lourdes. Luego me recomendó (lo que yo interpreté como una señal de que Bedoya sospechaba que Lourdes no vería con simpatía mi postulación) que me dedicase a recolectar firmas para mi propio partido. No lo noté entusiasmado. Sin embargo, me llamó a los dos días al celular y me citó en su estudio y me dijo que nos reuniríamos Lourdes, él y yo.
Quedamos a las siete de la tarde. Calculé cuidadosamente la jugada. Pensé: Lourdes me va a pedir que la apoye sin reservas en la campaña municipal, que sea su fiel escudero desde la televisión y que, luego de que ella gane (si gana, y nunca gana), ya hablaremos de mi eventual candidatura presidencial. Pero yo sabía de buena fuente que Lourdes no me quería como candidato, sólo quería manipularme para que yo la apoyase desde la televisión en la campaña municipal, pues ella tenía una alianza o pacto de honor con el pícaro cobrador de peajes Luis Castañeda, en virtud del cual Castañeda se inhibió de ser candidato presidencial el 2006 (cuando tenía estupendos números en las encuestas) y Lourdes se inhibiría de serlo el 2010 y apoyaría al cobrador Castañeda (alianza que al final se frustró porque el cobrador de peajes, que tonto no es, se negó a subir a su partido al PPC y de paso a Cataño).
Por eso no dudé en llamar al estudio de Bedoya y abortar la reunión, porque advertí que Lourdes no quería apoyar mi candidatura presidencial sino usarme para ganar la alcaldía, que, por supuesto, perdió. La señora de pies de rinoceronte subestimó mi malicia. Sin necesidad de verla, supe cuál era su juego y le hice jaque mate antes de que ella moviera peón. Mi padre fue un gran jugador de ajedrez y algo aprendí de él.
Por último, invité a cenar a mi casa al presidente Alan García, accidente genético que gobierna al Perú. Cuando García hundió sus oceánicas posaderas en el sofá, sentí un crujido ominoso y temí que el mueble se partiría en cuatro. Alan me animó a ser candidato. Le dije que no tenía suficiente dinero y mi madre no se manifestaba. Le pregunté cuánto ganaba el presidente del Perú. No parecía saberlo ni preocuparle. Algo así como 3 mil dólares al mes, me dijo. Con esa plata no puedo mantener a mi familia por cinco años, le dije. Y no soy un ladrón ni tengo ganas de aprender el oficio, añadí. Alan soltó una risotada y sentenció la frase de la noche: “No seas cojudo, hombre, la plata llega sola”.
Luego García dijo algo que me pareció gravísimo: que si el señor Humala gana las elecciones, él propiciará un golpe de Estado e impedirá, quebrantando la ley, que Ollanta Humala sea presidente. “Aunque me metan preso, Humala no será presidente”, se pavoneó García.
Aquella noche me quedé pensando que en efecto es así como se hace política en el Perú: con absoluta falta de escrúpulos, pasando el sombrero y esperando a que la plata llegue sola, que es una manera sutil y tramposa de decir que la plata llega por debajo de la mesa, en maletines, en coimas y cuentas secretas.
Fue esa noche que decidí que no sería candidato presidencial en esta elección peruana ni en ninguna elección a ningún cargo público y recordé que hacía veinte años me había propuesto ser un escritor y me prometí que dedicaría lo que me quedase de vida (que no ha de ser mucho) a seguir siendo un escritor, un oficio incompatible con el del político profesional.
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