Talara, Talara, Talara
Por Carlos Adrianzén
Hace ya casi seis décadas, la empresa estadounidense Standard Oil decidió invertir en nuestro país y construir la unidad primaria de una refinería de petróleo en Talara. Poco tiempo después, en 1968, la dictadura velasquista decidió expropiarla.
Algún desaprensivo observador podría señalar que entonces respetar los derechos de propiedad de algún inversionista extranjero resultaba toda una indignidad, pero el caso de la refinería de Talara –y la empresa pública creada después de la aludida expropiación (me refiero aquí a Petro-Perú)– trasciende su prolongado efecto generador de pobreza y depresor de las inversiones en nuestro país.
Y es que la accidentada historia de la burocracia petrolera local y su secuencia de manejos demagógicos, corrupción e ineficiencia nos costaron –en aportes, condonaciones, tratamientos especiales y licencias monopólicas para explotar al consumidor– un monto difícil de cuantificar.
Solo como referencia, y dado que Petro-Perú es el emprendimiento burocrático de mayor escala de nuestra historia reciente, sirve recordar que desde 1970 estos experimentos empresariales estatales absorbieron US$26.468 millones del 2005. Un botín enorme… que benefició a solo algunos (gobernantes y allegados). Aunque de sus silentes pero implacables facturas económicas ya nos hemos olvidado.
Pues bien, hoy la gente del gobierno está feliz. Hablan de modernizar la refinería de Talara. No habrá plata para cumplir con los descuentos aplicados a las planillas (pero no depositados en las cuentas) de los trabajadores que aportan a las AFP, pero sí para esta sugestiva operación. La clave aquí implica una alta dosis de amnesia. No solo para olvidar la historia de Petro-Perú y sus abultadas facturas. También para que olvidemos que no es un botín intocable.
Solo es una empresa pública (de propiedad de todos los peruanos). Que sus recursos propios son el reflejo directo de las licencias monopólicas y los recursos que le asignamos, y que podríamos reasignarlos hacia la educación, seguridad ciudadana o salud pública (si la vendemos). Y que olvidemos también que el saneamiento de la refinería (el ‘flexicoking’) y sus saludables efectos medioambientales y económicos en la región norte también pudieron ser obtenidos vía inversiones privadas oportunas (alguien podría decir espantadas).
Requiere también que olvidemos que el aludido ente burocrático no ha brillado por su rentabilidad, por lo que cabe preguntarse cómo financiaría el compromiso de inversión por US$2.730 millones u honrará los US$1.000 adicionales a pagar si fuera necesario activar la garantía estatal ofrecida en el aún no publicado proyecto.
Y para cerrar, también requiere que dejemos de lado algo mucho más difícil de olvidar: la arquitectura organizacional de la empresa estatal y la politiquería local y regional que la apapacha. ¿O es verosímil que la administración nacionalista –y la simpática mayoría congresal de estos días– se atrevan a hacer privado el 49% de su accionariado?
Estas interrogantes y omisiones muerden. La salida aquí –aunque ya complicada por la tozudez e intereses de nuestros burócratas– es simple: consigamos un inversionista privado que se incorpore a la empresa y financie la modernización. Ni un sol más para aventuras empresariales burocráticas.
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