El hombre que estorbaba
PIEDRA DE TOQUE. Benedicto XVI trató
de responder a descomunales desafíos con valentía y decisión, aunque sin éxito.
La cultura y la inteligencia no bastan para enfrentar el maquiavelismo de los
intereses creados
FERNANDO VICENTE
No sé por qué ha sorprendido tanto la abdicación de Benedicto XVI;
aunque excepcional, no era imprevisible. Bastaba verlo, frágil y como
extraviado en medio de esas multitudes en las que su función lo obligaba a
sumergirse, haciendo esfuerzos sobrehumanos para parecer el protagonista de
esos espectáculos obviamente írritos a su temperamento y vocación. A diferencia
de su predecesor, Juan Pablo II, que se movía como pez en el agua entre esas
masas de creyentes y curiosos que congrega el Papa en todas sus apariciones,
Benedicto XVI parecía totalmente ajeno a esos fastos gregarios que constituyen
tareas imprescindibles del Pontífice en la actualidad. Así se comprende mejor
su resistencia a aceptar la silla de San Pedro que le fue impuesta por el
cónclave hace ocho años y a la que, como se sabe ahora, nunca aspiró. Sólo
abandonan el poder absoluto, con la facilidad con que él acaba de hacerlo,
aquellas rarezas que, en vez de codiciarlo, desprecian el poder.
No era un hombre carismático ni de tribuna, como Karol Wojtyla, el Papa
polaco. Era un hombre de biblioteca y de cátedra, de reflexión y de estudio,
seguramente uno de los Pontífices más inteligentes y cultos que ha tenido en
toda su historia la Iglesia católica. En una época en que las ideas y las
razones importan mucho menos que las imágenes y los gestos, Joseph Ratzinger
era ya un anacronismo, pues pertenecía a lo más conspicuo de una especie en
extinción: el intelectual. Reflexionaba con hondura y originalidad, apoyado en
una enorme información teológica, filosófica, histórica y literaria, adquirida
en la decena de lenguas clásicas y modernas que dominaba, entre ellas el latín,
el griego y el hebreo.
Le ha tocado uno de los períodos más difíciles que
ha enfrentado el cristianismo en sus más de dos mil años de historia.
Aunque concebidos siempre dentro de la ortodoxia cristiana pero con un
criterio muy amplio, sus libros y encíclicas desbordaban a menudo lo
estrictamente dogmático y contenían novedosas y audaces reflexiones sobre los
problemas morales, culturales y existenciales de nuestro tiempo que lectores no
creyentes podían leer con provecho y a menudo —a mí me ha ocurrido— turbación.
Sus tres volúmenes dedicados a Jesús de Nazaret, su pequeña autobiografía y sus
tres encíclicas —sobre todo la segunda, Spe Salvi, de 2007, dedicada a analizar
la naturaleza bifronte de la ciencia que puede enriquecer de manera
extraordinaria la vida humana pero también destruirla y degradarla—, tienen un
vigor dialéctico y una elegancia expositiva que destacan nítidamente entre los
textos convencionales y redundantes, escritos para convencidos, que suele
producir el Vaticano desde hace mucho tiempo.
A Benedicto XVI le ha tocado uno de los períodos más difíciles que ha
enfrentado el cristianismo en sus más de dos mil años de historia. La
secularización de la sociedad avanza a gran velocidad, sobre todo en Occidente,
ciudadela de la Iglesia hasta hace relativamente pocos decenios. Este proceso
se ha agravado con los grandes escándalos de pedofilia en que están
comprometidos centenares de sacerdotes católicos y a los que parte de la
jerarquía protegió o trató de ocultar y que siguen revelándose por doquier, así
como con las acusaciones de blanqueo de capitales y de corrupción que afectan
al banco del Vaticano.
El robo de documentos perpetrado por Paolo Gabriele, el propio mayordomo
y hombre de confianza del Papa, sacó a la luz las luchas despiadadas, las
intrigas y turbios enredos de facciones y dignatarios en el seno de la curia de
Roma enemistados por razón del poder. Nadie puede negar que Benedicto XVI trató
de responder a estos descomunales desafíos con valentía y decisión, aunque sin
éxito. En todos sus intentos fracasó, porque la cultura y la inteligencia no
son suficientes para orientarse en el dédalo de la política terrenal, y enfrentar
el maquiavelismo de los intereses creados y los poderes fácticos en el seno de
la Iglesia, otra de las enseñanzas que han sacado a la luz esos ocho años de
pontificado de Benedicto XVI, al que, con justicia, L’Osservatore
Romano describió como “un pastor rodeado por lobos”.
Los esfuerzos por poner fin a las acusaciones de
blanqueo de capitales y otros delitos del banco del Vaticano tampoco han
tenido éxito
Pero hay que reconocer que gracias a él por fin recibió un castigo
oficial en el seno de la Iglesia el reverendo Marcial Maciel Degollado, el
mejicano de prontuario satánico, y fue declarada en reorganización la
congregación fundada por él, la Legión de Cristo, que hasta entonces había
merecido apoyos vergonzosos en la más alta jerarquía vaticana. Benedicto XVI
fue el primer Papa en pedir perdón por los abusos sexuales en colegios y
seminarios católicos, en reunirse con asociaciones de víctimas y en convocar la
primera conferencia eclesiástica dedicada a recibir el testimonio de los
propios vejados y de establecer normas y reglamentos que evitaran la repetición
en el futuro de semejantes iniquidades. Pero también es cierto que nada de esto
ha sido suficiente para borrar el desprestigio que ello ha traído a la
institución, pues constantemente siguen apareciendo inquietantes señales de
que, pese a aquellas directivas dadas por él, en muchas partes todavía los
esfuerzos de las autoridades de la Iglesia se orientan más a proteger o
disimular las fechorías de pedofilia que se cometen que a denunciarlas y
castigarlas.
Tampoco parecen haber tenido mucho éxito los esfuerzos de Benedicto XVI
por poner fin a las acusaciones de blanqueo de capitales y tráficos delictuosos
del banco del Vaticano. La expulsión del presidente de la institución, Ettore
Gotti Tedeschi, cercano al Opus Dei y protegido del cardenal Tarcisio Bertone,
por “irregularidades de su gestión”, promovida por el Papa, así como su
reemplazo por el barón Ernst von Freyberg, ocurren demasiado tarde para atajar
los procesos judiciales y las investigaciones policiales en marcha
relacionadas, al parecer, con operaciones mercantiles ilícitas y tráficos que
ascenderían a astronómicas cantidades de dinero, asunto que sólo puede seguir
erosionando la imagen pública de la Iglesia y confirmando que en su seno lo
terrenal prevalece a veces sobre lo espiritual y en el sentido más innoble de
la palabra.
Joseph Ratzinger había pertenecido al sector más bien progresista de la
Iglesia durante el Concilio Vaticano II, en el que fue asesor del cardenal
Frings y donde defendió la necesidad de un “debate abierto” sobre todos los
temas, pero luego se fue alineando cada vez más con el ala conservadora, y como
Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (la antigua Inquisición)
fue un adversario resuelto de la Teología de la Liberación y de toda forma de
concesión en temas como la ordenación de mujeres, el aborto, el matrimonio
homosexual e, incluso, el uso de preservativos que, en algún momento de su
pasado, había llegado a considerar admisible.
Sus ideas, alienadas con el ala más conservadora,
hacían de él un anacronismo dentro del anacronismo en que se ha convertido la
Iglesia
Esto, desde luego, hacía de él un anacronismo dentro del anacronismo en
que se ha ido convirtiendo la Iglesia. Pero sus razones no eran tontas ni
superficiales y quienes las rechazamos, tenemos que tratar de entenderlas por
extemporáneas que nos parezcan. Estaba convencido que si la Iglesia católica
comenzaba abriéndose a las reformas de la modernidad su desintegración sería
irreversible y, en vez de abrazar su época, entraría en un proceso de anarquía
y dislocación internas capaz de transformarla en un archipiélago de sectas
enfrentadas unas con otras, algo semejante a esas iglesias evangélicas, algunas
circenses, con las que el catolicismo compite cada vez más –y no con mucho
éxito— en los sectores más deprimidos y marginales del Tercer Mundo. La única
forma de impedir, a su juicio, que el riquísimo patrimonio intelectual,
teológico y artístico fecundado por el cristianismo se desbaratara en un
aquelarre revisionista y una feria de disputas ideológicas, era preservando el
denominador común de la tradición y del dogma, aun si ello significaba que la
familia católica se fuera reduciendo y marginando cada vez más en un mundo
devastado por el materialismo, la codicia y el relativismo moral.
Juzgar hasta qué punto Benedicto XVI fue acertado o no en este tema es
algo que, claro está, corresponde sólo a los católicos. Pero los no creyentes
haríamos mal en festejar como una victoria del progreso y la libertad el
fracaso de Joseph Ratzinger en el trono de San Pedro. Él no sólo representaba
la tradición conservadora de la Iglesia, sino, también, su mejor herencia: la
de la alta y revolucionaria cultura clásica y renacentista que, no lo
olvidemos, la Iglesia preservó y difundió a través de sus conventos,
bibliotecas y seminarios, aquella cultura que impregnó al mundo entero con
ideas, formas y costumbres que acabaron con la esclavitud y, tomando distancia
con Roma, hicieron posibles las nociones de igualdad, solidaridad, derechos
humanos, libertad, democracia, e impulsaron decisivamente el desarrollo del
pensamiento, del arte, de las letras, y contribuyeron a acabar con la barbarie
e impulsar la civilización.
La decadencia y mediocrización intelectual de la Iglesia que ha puesto
en evidencia la soledad de Benedicto XVI y la sensación de impotencia que
parece haberlo rodeado en estos últimos años es sin duda factor primordial de
su renuncia, y un inquietante atisbo de lo reñida que está nuestra época con todo
lo que representa vida espiritual, preocupación por los valores éticos y
vocación por la cultura y las ideas.
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© Mario Vargas
Llosa, 2013
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