¿CRISIS EN EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL O EN EL CONGRESO DE LA REPÚBLICA?
Por Jorge Rendón Vásquez
De los siete miembros del Tribunal Constitucional a seis se les ha vencido el mandato que dura cinco años (a Juan Vergara en diciembre de 2009; a Carlos Mesía en julio del 2011; a Ernesto Álvarez, Ricardo Beaumont, Fernando Calle y Gerardo Eto en setiembre de 2012).
Ricardo Beaumont renunció la semana pasada y estalló un pequeño escándalo. El Presidente del Tribunal Constitucional, Óscar Urviola, con el rostro congestionado y cierto airecillo de prepotencia gamonal, declaró a la prensa que Beaumont y los otros miembros del Tribunal con mandato vencido tienen la obligación de seguir en el cargo hasta que el Congreso designe a sus reemplazantes, porque así lo señala la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, y que no permitirá más disidencias en éste.
Con esta declaración, Urviola se descalificaba para integrar este Tribunal, cuya función es restituir la aplicación de la Constitución, infringida por “cualquier autoridad, funcionario o persona” (art. 200º).
Pruebas al canto:
El Tribunal Constitucional “Se compone de siete miembros elegidos por cinco años.” (Const., art. 201º). Esta disposición no tiene excepciones, que sólo podrían ser de nivel constitucional. Sin embargo, desde la Ley Orgánica de este Tribunal, 26435 del 6 de enero de 1995, sus miembros deben continuar en el ejercicio de sus funciones hasta que hayan tomado posesión sus sucesores (art. 9º), con lo cual el Congreso de la República de entonces les prorrogaba la duración de su mandato, abusando de su poder. La vigente Ley Orgánica del Tribunal, 28301 del 23 de julio del 2004, que derogó la anterior, reproduce esa norma inconstitucional (art. 10º).
¿Saben Urviola y los miembros del Tribunal Constitucional con el mandato vencido y aún en funciones que “La Constitución prevalece sobre toda otra norma legal.” (art. 51º)?
La renuncia de Beaumont fue, por lo tanto innecesaria, puesto que su mandato ya había terminado de jure. No obstante, incluso en el caso de que su permanencia en el cargo hubiera sido válida, habría podido renunciar en cualquier momento en virtud de la misma Ley Orgánica del Tribunal Constitucional que permite la renuncia como causal de vacancia del cargo (art. 16º), pero, sobre todo, por sus derechos constitucionales (“Nadie está obligado a prestar trabajo … sin su libre consentimiento.” Const., art. 23º; “Están prohibidas la esclavitud, la servidumbre y la trata de seres humanos en cualquiera de sus formas.” Const., art. 2º-24-b).
La crisis del Tribunal Constitucional, desencadenada cuando se quedó sin quórum, es imputable al Congreso de la República por haberse abstenido de elegir a sus reemplazantes antes de que se les venciera su período. No lo ha hecho, porque no ha querido. Y no ha querido, por la creencia deformada de los congresistas sobre el alcance de sus atribuciones. Las consideran como el ejercicio de un poder absoluto e irresponsable, escudándose en la inmunidad parlamentaria (“No son responsables ante autoridad ni órgano judicial alguno por las opiniones y votos que emiten en el ejercicio de sus funciones.” Const., art. 93º), una situación a contrapelo de la norma suprema de la Constitución, y del pacto social, por la cual “El poder del Estado emana del pueblo. Quienes lo ejercen lo hacen con las limitaciones y responsabilidades que la Constitución y las leyes establecen.” (art. 45º). Los congresistas, por lo tanto, debieran rendir cuentas ante el pueblo o las entidades jurisdiccionales que éste señale, y suprimirse o modificarse la norma atributiva de su irresponsabilidad.
Cuando la Constitución dispone que los miembros del Tribunal Constitucional son elegidos por el Congreso de la República (art. 201º) no confiere a los congresistas una facultad discrecional irrestricta, ejercible arbitrariamente. Les impone una obligación que deben cumplir con racionalidad y en función de los intereses del pueblo, lo que quiere decir:
1.- Que deben hacer honor a esa obligación oportunamente;
2.- Que no pueden elegir a quienes se les antoje o convenga por afinidades políticas o intereses personales. Deben seleccionar a los juristas más versados, experimentados y de ejecutoria democrática e imparcial para el ejercicio del control de la constitucionalidad al más alto nivel de la magistratura, selección en un concurso público transparente en el cual los congresistas reunidos en el Pleno hagan de jurado para discernir los cargos a los mejores por el puntaje obtenido. Y ello, porque el Estado pertenece a sus mandantes, el pueblo, que desea y merece lo mejor para sí.
La crisis del Tribunal Constitucional evidencia algo más grave: es la crisis del Congreso de la República, precipitada porque sus integrantes no están cumpliendo sus obligaciones, situación que descubre la necesidad de cambiar el procedimiento de selección de los miembros del Tribunal Constitucional.
La Constitución de 1979 —que no fue tan buena como sus panegiristas pretenden sin haber analizado críticamente todo su contenido— disponía que un tercio de ellos fuera nombrado por el Congreso, otro tercio por el Presidente de la República y otro por la Corte Suprema (art. 296º). Este artículo, acordado por los partidos Aprista y Popular Cristiano, entregaba el control de la Constitución a quienes podían vulnerarla con más frecuencia. La Constitución de 1993, aprobada por una Asamblea Constituyente originada en el golpe de Estado de Fujimori, Hermoza Ríos y Montesinos, confirió al Congreso de la República el poder de nombrar a los miembros del Tribunal Constitucional por una mayoría de dos tercios (art. 201º). Lo hizo así, porque el Fujimorismo disponía de sobra de esa mayoría y la tuvo hasta julio de 2001. Conformó al Tribunal Constitucional, en consecuencia, con los personajes que, entendía, se predisponían a hacer lo que les mandase. La cosa anduvo bien para el Fujimorismo hasta que tres miembros se pronunciaron contra la reelección inmediata de Fujimori: Manuel Aguirre Roca, Delia Revoredo Marsano y Guillermo Rey Terry. Los destituyeron en mayo de 1997. Ricardo Nugent, quien había sido también procesado, fue absuelto, pero renunció a los dos días, aunque sin abandonar el cargo, esperando a su reemplazo. Se quedó varios años, dando quórum al Tribunal y sentando un precedente inconstitucional. (Yo condené esta destitución en un artículo publicado en la revista Trabajo y Seguridad Social, mayo de 1997: Crónica de una inconstitucional destitución.) Los tres magistrados destituidos volvieron a sus cargos cuando se restableció la democracia.
El Tribunal Constitucional es una institución imprescindible en nuestro país para el control de la aplicación de las normas constitucionales. Su existencia es tanto más necesaria cuanto que los jueces del Poder Judicial han revelado una resistencia casi congénita a preferir las normas constitucionales a las legales, contraviniendo los artículos 51º y 138º de la Constitución. Además, su independencia jurisdiccional ha sido inconstitucionalmente restringida en este aspecto por la Ley Orgánica del Poder Judicial (materia de un decreto legislativo expedido por el gobierno de Fujimori) que les obliga a elevar sus sentencias que prefieran la Constitución a la ley a la Sala Constitucional y Social de la Corte Suprema (art. 14º), lo que crea en ellos, paradojalmente, el temor a preterir la ley infractora de la Constitución.
El nombramiento de los miembros del Tribunal Constitucional debiera ser entregado al Consejo Nacional de la Magistratura, ampliado para el caso con un representante del Congreso y otro del Poder Ejecutivo, luego de seleccionarlos por concurso público y orden de méritos.
Antes de la reforma de la Constitución en el sentido indicado, los partidos y otros grupos políticos del Congreso de la República, que se sientan responsables de su función y su compromiso con el pueblo, debieran promover de inmediato el concurso para la elección de los nuevos miembros del Tribunal Constitucional. Los partidos y grupos que se opusieran a este concurso, se abstuvieran o votaran contra los candidatos seleccionados para frustrar su elección debieran ser expuestos al juicio de la opinión pública.
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