REFLEXIONES EN EL DÍA INTERNACIONAL DE NUESTRA MADRE TIERRA
Por medio de la Resolución N.° 63/278, del 01 de mayo de 2009, la ONU institucionalizó la celebración del “Día Internacional de la Madre Tierra”, remarcando que esta expresión, de especial consideración, hace referencia a nuestro hogar común -que es utilizada por prácticamente todos los pueblos y naciones originarias o indígenas del mundo- la cual denota la indesligable interdependencia existente entre los seres humanos y las demás especies junto a las cuales tenemos la suerte de compartir este hermoso planeta. En efecto, como bien lo ha señalado la ONU en esta resolución y a través de otros documentos elaborados por científicos internacionales, el equilibrio y la buena salud de los ecosistemas del planeta son indispensables para que tanto las generaciones actuales de seres humanos como las futuras puedan gozar de una vida auténticamente digna y saludable.
Un ejemplo de ello lo encontramos en el informe entregado a la ONU a inicios del año 2012 por un panel de 22 expertos de 07 países titulado “Gente resiliente en un planeta resiliente: un futuro que vale la pena elegir”, el mismo que servirá de base para la Conferencia de las Naciones Unidas de “Río + 20”, a desarrollarse en junio próximo. En este documento, se señala, entre otras cosas, que: “Dado que la población mundial parece encaminada a crecer a cerca de 9 000 millones de habitantes para el 2040 desde los 7 000 millones actuales y a que el número de consumidores de clase media aumente en 3 000 millones en los próximos 20 años, la demanda de recursos aumentará exponencialmente. Para el 2030, el mundo necesitará al menos un 50 por ciento más de alimentos, un 45 por ciento más de energía y un 30 por ciento más de agua – todo ello en un momento en que los límites del medio ambiente imponen nuevos límites al suministro. Esto sucede sobre todo con el cambio climático, que incide en todos los aspectos de la salud humana y del planeta”.
Ello no hace más que reiterar lo evidente: que nuestro planeta está atravesando una muy grave crisis ambiental. En efecto, sólo para mencionar algunos ejemplos de ello, tenemos que en China desaparecen 20 lagos anualmente como consecuencia del cambio climático y de las actividades humanas; que alrededor de 13 millones de hectáreas de bosques se pierden al año producto de la deforestación y la desertificación; que existen 20 millones más de personas desnutridas que en el año 2000; y que las emisiones de CO2 aumentaron un 38% entre 1990 y el 2009, elevándose así el riesgo de aumento del nivel del mar y climas extremos.
Producto de lo cual, este informe concluye una verdad a todas luces cierta y a la vez incómoda para muchos que viven de esta destrucción, que: “El modelo de desarrollo mundial es insostenible. No podemos continuar suponiendo que nuestras acciones colectivas no darán lugar a situaciones sin retorno en la medida que no respetamos los umbrales críticos del medio ambiente, lo que puede causar daños irreversibles para los ecosistemas y las comunidades humanas. (…) De hecho, sino somos capaces de resolver el dilema del desarrollo sostenible, corremos el riesgo de condenar a 3 000 millones de miembros de nuestras familias a una vida de pobreza endémica. Ninguno de estos resultados es aceptable, por lo que tenemos que encontrar un nuevo camino hacia adelante”. Palabras oficiales de un organismo internacional al que nadie puede acusar de “ambientalista”, “verde” o “caviar”, y que simplemente nos ratifican que el actual modelo de desarrollo económico, basado en el consumismo a ultranza, en la bonanza material como sinónimo de “desarrollo”, está generando esta crisis planetaria que parece irreversible, y que traerá lamentables consecuencias sobre todas las especies, especialmente la nuestra.
Ahora bien, sólo para recordar cómo nos va aquí en el Perú en estos aspectos, ocurre que en la actualidad tenemos más de 6 000 pasivos ambientales mineros, de los cuales únicamente 941 (o sea, mucho menos de la quinta parte) tienen un responsable para su remediación; que en 30 años se ha perdido el 22% de la superficie de nuestros glaciares, siendo la Cordillera Blanca la más afectada al perder nada menos que el 33% de su superficie (9,3 km2). Dos ejemplos que nos ilustran y demuestran que nuestro actual “desarrollo” no es tal, pues está basado en la destrucción de nuestro medio ambiente. Y es claro que un genuino desarrollo nunca puede costarnos el precio de destruir nuestro propio hogar.
La grandeza de las culturas que conformaron el Tahuantinsuyo, admiradas, respetadas y estudiadas hoy en día con asombro por muchas personas en todo el mundo (al punto que ha llegado a ser considerada como una de las sociedades más justas, equitativas y avanzadas en los planos social, moral, tecnológico y científico en toda la historia humana), no fue ni el producto de la casualidad ni, mucho menos, de la aplicación de una economía extractivista, consumista y depredadora del ambiente. Todo lo contrario, la historia nos demuestra que el eje fundamental de su desarrollo se debió gracias al impulso que le brindaron a la actividad agrícola, la que practicaron basándose en el respecto y la convivencia armónica de los seres humanos con nuestra Madre Tierra.
Es necesario reiterar en este nuevo “Día Internacional de la Madre Tierra” que la especie humana debe reencontrarse con sus raíces ancestrales y retomar sus vínculos con el entorno natural al que le debe su existencia y su vida. Y, para ello, es preciso que vuelva a volcar su mirada hacia la cosmovisión de nuestras culturas ancestrales, las que por siglos y siglos han sabido vivir en perfecta armonía con nuestra Madre Tierra, legándonos a nuestra sociedad sus sabios conocimientos, en los cuales probablemente encontremos la mejor –sino la única- opción para gozar del “buen vivir”.
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