martes, 18 de marzo de 2014

UN MUNDO, MUNDO LOCO


Mientras el mundo trabaja en biotecnología agraria, el Perú la prohíbe


En su edición de enero-febrero 2014, la revista Technology Review, del prestigioso Massachusetts Institute of Technology (MIT) de Boston, Estados Unidos, considera que la investigación y el uso de biotecnología en agricultura es indispensable para el desarrollo agrícola y el abastecimiento de alimentos en el mundo con vista a las próximas décadas.
La publicación cita una investigación que Teagasc[1], la agencia estatal de investigación agraria de Irlanda, viene haciendo por dos años en una papa mejorada genéticamente[2]y resistente a la enfermedad de “tizón tardío”, causada por un parásito (Phytophthora infestans) que originó grandes hambrunas en Irlanda y Escocia durante el siglo XIX, y que continúa dañando los cultivos de este tubérculo en el mundo. Según Technology Review, el cultivo de esta variedad sería uno de los primeros que, usando biotecnología moderna, incorpore en productos de gran consumo humano defensas contra enfermedades que hoy afectan al 15% de los cultivos del mundo.
Alimentar a toda la población mundial, que en 2050 llegará a 9,000 millones de personas y hará aumentar la demanda de alimentos entre un 70% y un 100%, es ya un desafío para todos los países. Al aumento poblacional –consolidado por el avance de la medicina– debe sumarse una eventual variabilidad del clima que afectaría los costos de los agricultores, al no permitir un entorno de producción necesariamente estable y al requerir la inversión de más recursos en nuevas herramientas para el manejo de sus cultivos.
Según esta publicación, obtener una variedad de papa a través de la cría convencional puede tomar al menos 15 años. Sin embargo, usando biotecnología moderna puede obtenerse en apenas seis meses, lo suficiente para permitir al agricultor adaptarse a un entorno cambiante. Este es el caso de la variedad de papa Fortuna, desarrollada en Europa por la empresa BASF y resistente al hongo Phytophtora infestans, conocido como “rancha” en el campo peruano. Asimismo, al referirse a la oposición de algunos activistas europeos y de otras partes del mundo sobre estos cultivos, responde que al menos 15 años de experiencia con cultivos genéticamente mejorados revelan que no hay daños a la salud y que así lo confirma una serie de estudios científicos independientes[3]. Según la publicación, nuevas tecnologías conocidas como Talens y Crispr[4] (diseñadas para “editar” con mucha mayor precisión el ADN de las plantas) permitirían en el futuro obtener variedades de cultivos resistentes a sequías y climas extremos, aumentando la rentabilidad y la productividad del agricultor.
Pese a los años de extensa investigación en biotecnología moderna para mejorar cultivos, la extrema complejidad regulatoria y el peligro de que los consumidores rechacen el producto (inducidos por la denigración comercial que hacen los opositores del cultivo transgénico, calificándolo como producto “nocivo” o “no natural”), causa que sean principalmente compañías grandes las que desarrollen estas variedades con mayor frecuencia y no el Estado. Sin embargo, hay excepciones. Existen casos como los de China[5] y varios países de Europa[6], en donde este desarrollo tecnológico sí recibe importante inversión pública. En el caso de Irlanda, solo en 2012, su agencia de investigación agraria, Teagasc, contó con un presupuesto equivalente 184 millones de euros, que significa el 0.1% del PBI irlandés en ese año. ¿Acaso el Instituto Nacional de Innovación Agraria (INIA) tiene un presupuesto similar o al menos proporcional a ese?
La publicación del MIT concluye que, más allá del debate actual sobre esta tecnología, el trabajo para el abastecimiento mundial de alimentos no puede dejar de considerar como herramientas a las semillas y variedades transgénicas obtenidas para optimizar cultivos. Si se quiere enfrentar con éxito la creciente demanda mundial de alimentos y las eventuales fluctuaciones climáticas abruptas que amenazan a los cultivos, especialmente aquellos de productos esenciales para la dieta de cada país, la biotecnología moderna es una alternativa crucial.
Y mientras tanto, ¿qué hace el Perú?
Recientemente, los valles de Chancay-Lambayeque, Olmos y Alto Piura, en el norte del Perú, sufrieron una sequía[7] que afectó cultivos de algodón y maíz amarillo duro, entre otros. Ambos cultivos podrían tener investigación peruana para lograr y usar variedades transgénicas más rentables[8] y, posteriormente, más resistentes a estos eventos; así como para promover una transferencia de conocimiento agronómico a partir del uso de tecnologías de gran difusión internacional como estas. De acuerdo con el Ministerio de Agricultura, en 2013, el volumen de producción peruana de maíz amarillo duro y algodón en rama cayó un 2.1% y un 25.7%, respectivamente[9]. Sin embargo, la política de esta administración sigue siendo oponerse sin sustento científico al uso de esta tecnología, sin importar las pérdidas eventuales por una sequía ni, lo que es peor, la pérdida de competitividad del agricultor peruano.
Debe recordarse que, en 2011, el Congreso peruano estableció una moratoria al ingreso de semillas transgénicas al Perú (Ley 29811), con la que violó acuerdos de la Organización Mundial de Comercio (OMC) y desatendió el precedente del caso OMC sobre productos biotecnológicos[10], que previamente había determinado que la Unión Europea había incumplido acuerdos OMC al aplicar una moratoria a semillas transgénicas de Canadá, Argentina y Estados Unidos. Por esto, la investigación en biotecnología agraria moderna está casi detenida en el Perú y la poca que existe es amenazada[11]. ¿Hasta cuándo negará el Perú a sus científicos y a sus agricultores el derecho a investigar y usar una tecnología que coexiste perfectamente con la agricultura convencional y orgánica, incluso en países tan biodiversos como China y Bolivia?

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