Los conflictos socioambientales vinculados a la minería son los más numerosos y los de mayor impacto. Según el último reporte de la Defensoría del Pueblo estamos hablando de 107, es decir, el 48% del total de conflictos sociales en el Perú. ¿Qué significa esto en relación con las 915 unidades de producción y exploración minera? Un 12%. No parece ser muy significativo. Sin embargo, estamos ante inversiones cuantiosas, necesarias en un país de ocho millones de pobres, aunque no siempre bien implementadas.
Las economías abiertas al mundo han probado históricamente su potencia a la hora de crear riqueza. No obstante, la apertura e interdependencia las hace, a la vez, blanco de los altibajos del mercado. En nuestro caso, es evidente que hay variables en la economía internacional –como los precios de los ‘comodities’− que están más allá de nuestro control. No podemos influir en ellas significativamente, pero sí prever sus consecuencias y tomar medidas atinadas a tiempo.
La lentitud de la recuperación de las economías norteamericana y europea, y la disminución en el ritmo de crecimiento de China han provocado la baja de los precios de los minerales y de los ingresos por concepto de impuestos. Las grandes certezas que venían acompañando nuestro crecimiento van cediendo terreno ante una mayor incertidumbre.
Sin dejar de indagar sobre los avances hacia una economía menos dependiente de los recursos naturales o si los formidables ingresos del ‘boom’ de la minería se han transformado en mejor educación, innovación tecnológica, infraestructura para el desarrollo de actividades más sostenibles como la agricultura o la industria, conviene preguntarse si se puede en esta coyuntura hacer un esfuerzo mayor por lograr acuerdos razonables entre las empresas mineras y la población bajo el rol armonizador del Estado.
La cartera de inversiones en minería registra 50 proyectos por un monto de US$ 57.523 millones. De ellos, 14 están en conflictos sociales: diez con mesas de diálogo instaladas y cuatro no. Son proyectos en diferentes etapas: tres en ampliación, cuatro con EIA aprobado, uno en evaluación y seis en exploración. En detalle, vemos que Conga, Río Blanco y Shahuindo son de difícil pronóstico por el grado de rechazo de sectores de la población y la falta de convicción en el diálogo. Tres casos (Ampliación Toquepala, Cañariaco y Los Chancas) tienen procesos de diálogo erráticos, a la espera de un impulso. Siete casos, entre ellos, Toromocho, Las Bambas y Ampliación Cuajone, tienen buen viento pero deben aún redondear los acuerdos en los mejores términos para todos.
Los demás proyectos no están en conflicto (algunos como Tía María, Cerro Verde o Quellaveco, lo estuvieron), pero se tendrá que hilar fino para plantear o replantear su relación con la población en algunos casos o evitar retroceder de los acuerdos adoptados, en otros. Negociar bien desde el primer día, respetando derechos y compartiendo los beneficios es la fórmula.
Los conflictos sociales no son, per se, situaciones fuera de control. Es un error demonizarlos. Como también lo es creer que para destrabar la inversión hay que saltarse la consulta previa o relajar los controles. Eso solo traería más desconfianza y tensiones. Simplificar no es desproteger al ciudadano, es eliminar el paso innecesario en un trámite o corregir la conducta a veces displicente de la administración. Los derechos en cualquier caso deben quedar a salvo.
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