Julio Arbizu y Alejandro Toledo
Esta semana opinaré sobre dos temas diferentes pero complementarios.
Defensa de Arbizu.– Si hay algo claro en la historia de este país es el predominio de la corrupción en sus gobiernos. Ha habido, por supuesto, unos regímenes más corruptos que otros y algunos intentos serios por limpiar al Estado. Más temprano que tarde, sin embargo, estos esfuerzos terminan atascados, enredados y debilitados antes de marchitarse o corromperse ellos mismos. Es deprimente, pero siempre ha sido así.
Un momento central en esa historia empezó al terminar el año dos mil, con la caída del fujimorato y la inundación de audios y vídeos que documentaban con fascinante precisión la corrupción en el instante mismo de ser perpetrada.
La resaca de protestas pareció tener la fuerza de un tsunami y se habló mucho de refundar la república sobre la base de una profunda limpieza de su estructura, su funcionamiento y su espíritu. Pero en poco tiempo se perdió el ímpetu, la fuerza, y buena parte de quienes cortaban el queso en la década de los 90 volvieron a hacerlo poco después.
Hubo un cambio, empero. La gente ya había visto la porno dura de la corrupción y, aún en sus momentos más pragmáticos, mantuvo la expectativa por encontrar a quien o quienes se tomaran en serio la lucha por un país honesto. Expectativa, por cierto, no compartida por los cortaqueso, sus lobistas y sus criados.
Para estos, cuando surge una figura que se dedica a fondo y con eficiencia a luchar contra la corrupción, toca el momento de empezar una campaña por desacreditarla y anularla.
Esa es la circunstancia que enfrenta ahora el procurador anticorrupción Julio Arbizu, quien ha hecho mucho en poco tiempo por devolver a su Procuraduría la energía, fuerza y actividad que nunca debió perder.
A diferencia de otros, Arbizu no parece haber entrado en ese puesto como un encargo temporal que sirva para acicalar el CV y salir con aparente donaire, antes de que se ponga difícil, hacia otros trabajos más cómodos y rentables.
Hasta ahora, por lo contrario, Arbizu ha actuado como si ese puesto fuera la misión central de su vida y su mejor contribución como ciudadano a su propio país. Lo ha hecho sin medir su conveniencia, como debiera ser en todos los casos, pero no lo es sino por excepción.
Cuando muchos pensaban que la procuraduría anticorrupción se encontraba en una decadencia irreversible, surge un Arbizu y pone a mucho sinvergüenza al borde de la apoplejía.
No lo pueden acusar de parcializado, porque ha investigado y denunciado delitos y corruptelas en casi todos los grupos y bancadas. Así que lo acusan de insolente por responder con fuerza a las campañas de desprestigio y de agravios.
Les hubiera encantado lidiar con uno de esos funcionarios papayitas que ponen cara santurrona para disimular su miedo. Frente a ellos se hubieran inflado como pavos que se alucinan guerreros ancestrales y los hubieran sepultado con ninguneos despectivos, de ‘caviaraje’ para abajo.
Pero encontraron uno respondón, que no se achica sino se agranda y les contesta con fuerza y contundencia. Entonces vino el cacareo: que saquen a ese irrespetuoso.
Por eso cuando los cómplices y apañadores de la corrupción buscan condicionar su participación en los ‘diálogos’ que promueve el gobierno al despido o amordazamiento de Arbizu, es cuando este debe ser apoyado y defendido por aquellos para quienes la visión de una república honesta es todavía un ideal no renunciado y una potencial misión.
Toledo.- Cuando yo todavía no lo era, escuché de viejos que aprecié y a quienes el tiempo se llevó, que en el Perú se le perdonaba todo a los políticos, menos el ridículo.
A finales del año dos mil, el nombre de Alejandro Toledo era sinónimo de la Marcha de los Cuatro Suyos, de la lucha enérgica, creativa y sin fatigas que había logrado lo que poco antes parecía virtualmente imposible: terminar con la dictadura de Montesinos y Fujimori.
Trece años después, el nombre de Toledo parece cargar la palabra Ecoteva como segundo apellido. Los memes y las burlas que ha recibido luego de tratar de hacerse pasar por otro, para decir que no estaba, con el timbre y engolamiento inconfundible de su voz, sugieren que mientras los circos precisen momentos de alivio humorístico, Toledo no tendrá que temer el desempleo.
Pero luego del ridículo que siguió al haber sido registrado en una suerte de pasamanos de mentiras, me parece que le toca ahora a Toledo enfrentar su hora de la verdad.
Lo escribo con sentimientos encontrados de indignación y de tristeza.
Tristeza porque no olvido que Toledo lideró en su momento, con providencial energía, la lucha que parecía a muchos imposible de vencer.
Como escribí hace algunos meses: “…las virtudes, tanto las intrínsecas como, sobre todo, las que eran fruto de la circunstancia, resultaron excepcionales. Para empezar, era un candidato infatigable, que con frecuencia hacía cuatro o cinco mítines por día y llenaba plazas incluso en la madrugada.
¡Con qué entusiasmo lo esperaban y lo escuchaban! No había ciudad en la que la población no se volcara a la carretera y las plazas, para recibirlo…”.
En el resumen de esos meses, tengo un recuerdo claro: “admiré mucho la energía, el carisma y el vibrante liderazgo que Toledo le dio a la lucha por la democracia. […] Muchos participamos en eso, pero él dirigió”.
Indignación porque las debilidades y vulnerabilidades de Toledo tuvieron un impacto en hacer débil y vulnerable la democracia que había sido tan difícil conquistar.
Toledo terminó (o se llevó a sí mismo a estar) parado en la cornisa, mirando el abismo bajo sus pies. Ahí se despertaban sus instintos de supervivencia adaptativa y lograba salir, siempre un poco más quiñado que antes, del trance.
El problema es que llevó a la democracia consigo, a la cornisa y la hizo vivir peligrosamente, en grave riesgo durante cada elección; le quitó además el prestigio, la superioridad moral que es su fuerza.
¿Qué le queda ahora al ex presidente, cuando las encuestas ya lo equiparan con los mayores corruptos de antaño? Pedirle disculpas al pueblo peruano por haberle mentido, por haber fallado a su país y, al margen de la evolución judicial de su caso, anunciar su apartamiento de la política
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